Antes de que nos quedemos sordos

¿Es recomendable que Israel, a solas y por su cuenta, emprenda una guerra con Irán, una guerra cuyas consecuencias son imposibles de prever, con el único fin de evitar una situación futura que sería peligrosa, sin duda, pero que nadie puede estar seguro de que se vaya a producir?

DAVID GROSSMAN – 18 MAR 2012

El primer ministro israelí Netanyahu ha hecho muchos discursos en los últimos tiempos. Le hemos visto enardecer a su público, y enardecerse a sí mismo, con frecuentes referencias al Holocausto, el destino de los judíos y la suerte de las generaciones futuras. Ante toda su retórica apocalíptica, no queda más remedio que preguntarse si Netanyahu es siempre capaz de distinguir entre los verdaderos peligros que acechan a Israel y los ecos y las sombras de traumas pasados. Es una pregunta crucial, porque confundir una cosa con la otra podría acabar condenando a Israel a revivir esos ecos y esas sombras.

Si todo eso —las palabras duras, los grandes bramidos que anuncian catástrofes— no es más que una táctica, cuyo fin es lograr que el mundo entero esté de acuerdo en apretar las tuercas a Irán, y si la táctica consigue su objetivo sin necesidad de que se produzca un ataque israelí, no tendremos ningún reparo en reconocer que, sin duda, el primer ministro lo ha hecho muy bien y que su actuación merece nuestro reconocimiento y nuestros elogios. Ahora bien, si lo que está haciendo es pensar y actuar con arreglo a una visión hermética del mundo, una concepción que oscila entre unos extremos de desastre y salvación, entonces nos encontramos en un universo de discurso muy diferente.

En vez de hacer una traslación unidimensional del Israel de 2012 al Holocausto de los judíos europeos, es necesario plantearse una pregunta: ¿Es recomendable que Israel, a solas y por su cuenta, emprenda una guerra con Irán, una guerra cuyas consecuencias son imposibles de prever, con el único fin de evitar una situación futura que sería peligrosa, sin duda, pero que nadie puede estar seguro de que se vaya a producir? En otras palabras, para impedir un posible desastre en el futuro, ¿se sentirá obligado Israel a poner en marcha un desastre seguro hoy?

Es muy difícil tomar una decisión en un momento así. Sería difícil para cualquier dirigente israelí, y desde luego para Netanyahu, mantener la cabeza fría en una situación sobre la que pesan los traumas del pasado y los posibles traumas del futuro. ¿Podrá el primer ministro, en medio de las presiones que él mismo está creando y agudizando, encontrar la forma de llegar a una realidad presente pragmática y lúcida? ¿Una realidad presente que no tiene por qué formar parte de ese mito trágico y apocalíptico que una y otra vez, en cada generación de judíos, intenta hacerse realidad?

Porque hay otra realidad presente que también debemos tener en cuenta: ya existe un equilibrio de terror entre Israel e Irán. Los iraníes han anunciado que tienen cientos de misiles apuntados contra ciudades israelíes, y es de suponer que Israel no está de brazos cruzados. Este equilibrio de terror, dicen los expertos, abarca armas no convencionales, biológicas y químicas. Hasta ahora, nunca se ha roto.

Nadie puede estar seguro de que el equilibrio de terror vaya a durar. Nadie puede estar seguro de que no. Nadie puede saber si la tecnología o las armas nucleares de Irán van a empezar a “filtrarse” a diversas organizaciones terroristas, y nadie puede tampoco descartar la posibilidad de que, de aquí a un tiempo, el régimen iraní actual acabe sustituido por otro más moderado. En Israel, el primer ministro, el ministro de Defensa y los miembros del gabinete de seguridad, que son quienes se supone que deben votar a favor o en contra de emprender un ataque, están examinando el dilema actual apoyados en conjeturas, suposiciones y miedos. No hay que despreciar la gravedad de esas conjeturas y esos miedos, pero ¿debemos considerarlos razones sólidas para emprender unas acciones que podrían causar daños irreparables?

Israel no puede tener absoluta seguridad de que su ataque fuera a destruir toda la capacidad nuclear de Irán. Y nadie sabe con exactitud cuánta muerte y cuánta destrucción causarían las represalias de Irán en las ciudades israelíes. También hay que recordar cosas como el pretencioso exceso de confianza de los dirigentes israelíes al comenzar la segunda guerra del Líbano, su convicción —equivocada— de que tenían informaciones militares precisas, y las predicciones erróneas durante la primera guerra del Líbano, que arrastró a Israel a 18 años de ocupación, y otros muchos ejemplos.

Además hay que tener en cuenta otra cosa: aunque se destruyera la infraestructura del proyecto nuclear iraní, es imposible destruir el conocimiento iraní.

Y el conocimiento, junto con quien lo posea, resurgirá de las cenizas y servirá para empezar a crear nuevas infraestructuras, y los gobernantes iraníes actuarán impulsados por el sentimiento de insulto y humillación, el odio desatado y la sed de venganza de todo el pueblo.

Irán, como sabemos, no es solo un Estado fundamentalista radical. Existen numerosos sectores de la población laicos, educados e ilustrados. Hay una amplia clase media, en la que se incluyen muchas personas que han arriesgado su vida manifestándose con valentía contra un régimen religioso dictatorial que detestan. No digo que la nación iraní sienta ninguna simpatía por Israel, pero sí que cierta parte de la población iraní, en algún momento futuro, podría llegar a gobernar el país y, tal vez, incluso a iniciar una mejora de las relaciones con Israel. Un ataque israelí contra Irán eliminará esa posibilidad durante muchos años: para los iraníes, incluso los más moderados y realistas, Israel será siempre un país arrogante y megalómano, un enemigo histórico con el que habrá que luchar eternamente. ¿Es esa una perspectiva más o menos peligrosa que la de un Irán nuclear?

¿Y qué hará Israel si, en un momento dado, Arabia Saudí también decide que quiere un arma nuclear, y la consigue? ¿Atacarlo también? ¿Y si Egipto, con su nuevo régimen, también emprende esa vía? ¿Lo va a bombardear? ¿Pretende ser el único país de la región autorizado a tener armas nucleares para siempre jamás?

Aunque estas son preguntas que ya se han planteado y sopesado, es preciso repetirlas una y otra vez, antes de que nos ensordezca el fragor de la batalla: ¿servirá realmente para algo la guerra? ¿Ofrecerá alguna garantía de que Israel va a tener muchos años de vida en paz? ¿O algo que permita crear una voluntad de aceptar a Israel, en el futuro, como socio y vecino legítimo, una voluntad que, a la larga, vuelva superfluas todas las armas nucleares, las de Israel y las de otros?

Una respuesta lícita a estas preguntas, difícil de digerir pero que merece debate público, es que, aunque las sanciones económicas no hagan que Irán detenga el enriquecimiento de uranio, y si Estados Unidos, por sus propios motivos, decide no atacar, aun así, a Israel tampoco le convendría atacar, incluso si eso supone hacerse a la idea de tener que vivir, rechinando los dientes, con un Irán nuclear.

Sería muy difícil aceptarlo, y esperemos que las presiones internacionales impidan llegar a esa situación, pero un ataque israelí sería probablemente igual de doloroso y amargo. Y, dado que tampoco hay manera de estar seguros de que Irán, llegado el caso, atacaría Israel con sus armas nucleares, Israel no debe atacar Irán. Sería una acción precipitada e insensata, que distorsionaría nuestro futuro de modo inimaginable. Mejor dicho, puedo imaginarlo, pero mi mano se niega a escribirlo.

No envidio al primer ministro, el ministro de Defensa y los miembros del gabinete israelí. Tienen una responsabilidad inmensa sobre sus hombros. Pienso en el hecho de que, en unas circunstancias compuestas, sobre todo, por dudas e incertidumbre, lo único seguro, muchas veces, es el miedo. A los israelíes nos resulta tentador aferrarnos a ese miedo, dejar que sea él el que nos aconseje y nos guíe, sentir su timbre familiar y tranquilizador. Estoy seguro de que quienes apoyan el ataque contra Irán lo justifican con el argumento de que se haría para prevenir la posibilidad de una pesadilla todavía mayor en el futuro. ¿Pero acaso tiene cualquier persona el derecho a condenar a muerte a tantos, solo por el temor a una posibilidad que quizá nunca se haga realidad?

David Grossman es escritor israelí.